jueves, 28 de octubre de 2010

Socialismo y solidaridad

Javier Paz García
Aristóteles escribió que “la mayor satisfacción está en hacer el bien o prestar un servicio a los amigos, invitados o compañeros, lo cual solo es posible cuando una persona posee propiedad privada” (La Política, 1263b5). El socialismo, al eliminar o restringir la propiedad privada, reduce a su mínima expresión la capacidad del ser humano para practicar la solidaridad. Aristóteles entendió esto hace 2300 años. Y la evidencia de esta afirmación la podemos constatar mirando las instituciones solidarias que se han creado en países capitalistas como Estados Unidos, Suiza o Inglaterra en comparación a países socialistas como Cuba o la Unión Soviética. Existen millones de organizaciones no gubernamentales, empresas privadas y personas particulares que gracias a la riqueza generada en sistemas capitalistas realizan fabulosas labores de beneficencia y solidaridad. El sistema capitalista tiene además el mérito de sacar a muchos de la pobreza y crear mucha riqueza, por lo tanto las instituciones de beneficencia en los países capitalistas pueden captar muchos recursos y repartirlos entre relativamente pocos necesitados. El socialismo genera e incrementa la pobreza de una sociedad, haciendo que haya poco que repartir entre muchos comensales.
El defensor del socialismo refutará a Aristóteles afirmando que el Estado socialista se encarga de la solidaridad. Nuevamente no necesitamos más que ver a Cuba o la Unión Soviética para comprobar que su solidaridad ha consistido en apoyar a regímenes opresores alrededor del mundo. Ha tenido mucha solidaridad también para con los líderes del régimen quienes han vivido una vida de lujos mientras sus pueblos se han hundido en la pobreza; Fidel Castro es dueño de una isla, como Stalin fue dueño del país más extenso del mundo.
El socialismo reduce la solidaridad porque cuando todos viven en la miseria material, es más difícil pensar en el prójimo; reduce la solidaridad porque uno no puede donar lo que no tiene o no le sobra; desincentiva la solidaridad porque le quita a sus habitantes los medios para practicarla, además de prometerles que el Estado se hará cargo de los necesitados – algo que nunca sucede.
Por otro lado el socialismo necesita crear Estados policiacos, con agentes secretos, soplones y espías tratando de hacer que el hijo venda a su padre y la mujer a su vecina, lo cual difícilmente conduce a un mayor grado de cooperación o solidaridad, sino al contrario de desconfianza hacia el prójimo.
Por último, el político – burócrata socialista habla de solidaridad pero no la practica. El burócrata no construye absolutamente nada con dinero propio, sino que le quita a unos mediante impuestos o confiscaciones, para darlo a otros (no sin antes haberse sacado su comisión). Así es fácil hablar de solidaridad cuando se practica con plata ajena. La solidaridad socialista es por lo tanto una hipocresía.
Si entendemos la solidaridad como una acción voluntaria de personas libres, difícilmente podemos llegar a la conclusión de que el socialismo promueve la solidaridad. Si dejamos de lado los hermosos textos socialistas sobre la solidaridad, y vemos la evidencia histórica (una historia de abusos), tampoco podemos concluir que el socialismo promueve la solidaridad.
Santa Cruz de la Sierra, 07/10/10
http://javierpaz01.blogspot.com/

miércoles, 20 de octubre de 2010

Liberalismo y solidaridad

Javier Paz García
La conclusión lógica de un régimen liberal es el establecimiento de un sistema capitalista. Y una crítica frecuente contra el capitalismo es que empobrece a los más pobres y destruye la solidaridad. No es infrecuente escuchar hablar del “capitalismo salvaje” peyorativamente. Analicemos entonces el mito del capitalismo salvaje.
En el plano de las ideas, el sistema capitalista se basa en el respeto a la propiedad privada, y en el libre uso de lo propio. Es decir, cada quien puede hacer con lo suyo lo que le plazca, pero debe respetar lo ajeno (dentro de lo ajeno se incluye la vida, la libertad y la propiedad). El capitalismo no impide la solidaridad ni la inhibe, simplemente deja en libertad a cada individuo para que haga el uso que desee de sus recursos. Entonces, si en una sociedad capitalista no existe solidaridad, no es por culpa del capitalismo, es por decisión personal y libre de cada uno de los individuos que la componen.
En la práctica las sociedades con tendencias liberales – aquellas donde el capitalismo se ha podido desarrollar mejor – han sido las más exitosas en reducir la pobreza (objeto primordial de la solidaridad) y también han sido las más proclives a generar instituciones que presten ayuda solidaria a los necesitados. Ejemplos son la Cruz Roja Internacional, los Rotary Clubs, Amnistía Internacional, la Fundación Bill & Melinda Gates, Greenpeace, Human Rights Watch. Recalco que estas instituciones son privadas y se crearon en países capitalistas. Y la lista continua con fundaciones de beneficencia, ONG, centros de investigación dedicados a los más diversos temas como ser el alivio de la pobreza, la cura para el cáncer, la protección de las mujeres, la alfabetización, la promoción de los derechos humanos, el desarrollo sostenible, la promoción del socialismo, ayuda a los alcohólicos y drogadictos, la construcción de viviendas de bajo costo, la protección de animales, etc.
Me permito una digresión. La promoción del socialismo no implica que quien lo promueve provenga de una sociedad socialista. Las sociedades socialistas prohíben libros, restringen los medios de comunicación y encarcelan a quienes propagan las ideas liberales, en cambio es impresionante la cantidad de voluntarios y misioneros provenientes de países capitalistas que viajan por el mundo promoviendo el socialismo; muchos de ellos son gente admirable y bien intencionada. Es curiosa la ausencia de cubanos, rusos, norcoreanos o chinos haciendo lo mismo y es evidente la ausencia de ONG provenientes de este tipo de países.
A la lista de ONG que practican la solidaridad hay que agregar iglesias, empresas privadas con fines de lucro y personas particulares. Además hay que incluir las telemaratones, los bingos benéficos que ser organizan cuando un amigo cae en desgracia, las donaciones anónimas, el tiempo invertido en voluntariados, etc.
La evidencia muestra que un régimen liberal, donde se practica un “capitalismo salvaje” no acaba con la solidaridad, y más bien la incrementa.
Santa Cruz de la Sierra, 17/10/10
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miércoles, 13 de octubre de 2010

Socialismo y cooperación

Javier Paz García
El socialismo aboga por la lucha de clases, predica que los ricos oprimen a los pobres, los burgueses oprimen al proletariado y los capitalistas a los obreros. Es decir, el socialismo no considera que exista cooperación entre las clases, sino opresión; no consideran que la relación de empleados y empleadores sea de mutuo beneficio, sino de robo y explotación. Para ello se basa en teorías de Marx que han sido probadas incorrectas.
La democracia es una forma de consenso y cooperación. El socialismo rechaza la democracia y promueve la violencia, la toma violenta del poder o, si logra obtener el poder democráticamente, el debilitamiento y la destrucción de las instituciones democráticas.
El socialismo promueve el centralismo, tanto del poder político como económico. No cree en la separación e independencia de poderes. No cree en autonomías o federalismos, que diluyen el poder y requieren la cooperación entre diferentes niveles de Estado.
El libre mercado se basa en la cooperación de millones de personas en todo el mundo, que mediante la división del trabajo y la especialización, producen e intercambian bienes y servicios de manera eficiente. El socialismo rechaza y repudia al libre mercado, promueve el proteccionismo, el aislamiento mediante tarifas, barreras aduaneras, impuestos, trámites morosos, controles de precios, límites a las exportaciones e importaciones, confiscaciones, expropiaciones y otros medios.
La empresa privada requiere de la cooperación de sus miembros. El socialismo ataca a la empresa privada, busca reducirla, controlarla o eliminarla, para que el Estado acapare todo el espectro económico.
El socialismo no cree que las personas libres sean capaces de ser solidarias o cooperar para hacer algo de beneficio comunitario por su cuenta, considera que el Estado debe hacerlo todo y estar metido en todo. Es más, el socialismo no quiere que las personas libres cooperen entre sí, quiere que todo lo haga el Estado.
¿De qué cooperación pueden hablar los líderes socialistas cuando en países como Cuba, China, Corea del Norte, la Unión Soviética, Alemania Oriental se construyeron inmensos aparatos represivos, para espiar, promover el miedo y lograr la obediencia forzada de sus habitantes? El socialismo cree en la opresión y la fuerza, rechazando de hecho la cooperación voluntaria. Los Estados socialistas requieren la construcción de muros y barreras para que la gente no escape de ellos; de soplones, de hijos que delaten a sus padres, para que la gente tenga miedo de criticar al régimen incluso delante de familiares. El mantenimiento del poder en un Estado socialista no se basa en la cooperación y el apoyo popular, sino en el miedo, la fuerza y la coerción. Se basa también en el engaño, la mentira y el secreto – formas de no cooperación.
La literatura socialista habla mucho de cooperación, pero impuesta a la fuerza por un Estado dictatorial. La cooperación debe ser voluntaria para llamarse así.
Santa Cruz de la Sierra, 28/09/10
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sábado, 9 de octubre de 2010

El liberal que yo trato de ser

Por Mario Vargas Llosa

Este texto fue el discurso que Mario Vargas Llosa, presidente de la Fundación Internacional para la Libertad, pronunció al recibir el premio Irving Kristol que otorga el instituto American Enterprise a las personas que contribuyen a defender la democracia en el mundo.

En el mundo en el que yo me muevo más, América latina y España, lo usual es que, cuando alguien o alguna institución elogia mis novelas o mis ensayos literarios, se apresure inmediatamente a añadir pese a que discrepe de, aunque no siempre coincida con o esto no significa que acepte las cosas que él (yo) critica o defiende en el ámbito político. Acostumbrado a esta partenogénesis de mí, me siento, ahora, feliz, reintegrado a la totalidad de mi persona, gracias al Premio Irving Kristol que, en vez de practicar conmigo aquella esquizofrenia, me identifica como un solo ser, el hombre que escribe y el que piensa y en el que, me gustaría creer, ambas cosas son una sola e irrompible realidad.

Pero, ahora, para ser honesto con ustedes [...], siento la obligación de explicar mi posición política con cierto detalle. No es nada fácil. Me temo que no baste afirmar que soy -sería más prudente decir creo que soy- un liberal. La primera complicación surge con esta palabra. Como ustedes saben muy bien, liberal quiere decir cosas diferentes y antagónicas, según quién la dice y dónde se dice. [...]

Aquí, en Estados Unidos, y en general en el mundo anglosajón, la palabra liberal tiene resonancias de izquierda y se identifica, a veces, con socialista y radical. En América latina y en España, donde la palabra liberal nació en el siglo XIX para designar a los rebeldes que luchaban contra las tropas de ocupación napoleónicas, en cambio, a mí me dicen liberal -o, lo que es más grave, neoliberal- para exorcizarme o descalificarme, porque la perversión política de nuestra semántica ha mutado el significado originario del vocablo -amante de la libertad, persona que se alza contra la opresión- reemplazándolo por el de conservador y reaccionario, es decir, algo que en boca de un progresista quiere decir cómplice de toda la explotación y las injusticias de que son víctimas los pobres del mundo.

Ahora bien, para complicar más las cosas, ni siquiera entre los propios liberales hay un acuerdo riguroso sobre lo que entendemos por aquello que decimos y queremos ser. [...] Como el liberalismo no es una ideología, es decir, una religión laica y dogmática, sino una doctrina abierta que evoluciona y se pliega a la realidad en vez de tratar de forzar a la realidad a plegarse a ella, hay, entre los liberales, tendencias diversas y discrepancias profundas. Respecto de la religión, por ejemplo, o de los matrimonios gay o del aborto, y así, los liberales que, como yo, somos agnósticos, partidarios de separar la Iglesia del Estado, y defendemos la descriminalización del aborto y el matrimonio homosexual, somos a veces criticados con dureza por otros liberales, que piensan en estos asuntos lo contrario que nosotros. Estas discrepancias son sanas y provechosas, porque no violentan los presupuestos básicos del liberalismo, que son la democracia política, la economía de mercado y la defensa del individuo frente al Estado.

Hay liberales, por ejemplo, que creen que la economía es el ámbito donde se resuelven todos los problemas y que el mercado libre es la panacea que soluciona desde la pobreza hasta el desempleo, la marginalidad y la exclusión social. Esos liberales, verdaderos logaritmos vivientes, han hecho a veces más daño a la causa de la libertad que los propios marxistas [...]. No es verdad. Lo que diferencia a la civilización de la barbarie son las ideas, la cultura, antes que la economía [...]. Es la cultura, un cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas -entre las que, desde luego, puede incluirse la religión-, la que da calor y vivifica la democracia y la que permite que la economía de mercado, con su carácter competitivo y su fría matemática de premios para el éxito y castigos para el fracaso, no degenere en una darwiniana batalla en la que -la frase es de Isaiah Berlin- los lobos se coman a todos los corderos. El mercado libre es el mejor mecanismo que existe para producir riqueza y, bien complementado con otras instituciones y usos de la cultura democrática, dispara el progreso material de una nación a los vertiginosos adelantos que sabemos. Pero es también un mecanismo implacable que, sin esa dimensión espiritual e intelectual que representa la cultura, puede reducir la vida a una feroz y egoísta lucha en la que sólo sobrevivirían los más fuertes.

Pues bien, el liberal que yo trato de ser cree que la libertad es el valor supremo, ya que gracias a la libertad la humanidad ha podido progresar desde la caverna primitiva hasta el viaje a las estrellas y la revolución informática, desde las formas de asociación colectivista y despótica, hasta la democracia representativa. Los fundamentos de la libertad son la propiedad privada y el Estado de Derecho, el sistema que garantiza las menores formas de injusticia, que produce mayor progreso material y cultural, que más ataja la violencia y el que respeta más los derechos humanos. Para esa concepción del liberalismo, la libertad es una sola y la libertad política y la libertad económica son inseparables, como el anverso y el reverso de una medalla. Por no haberlo entendido así, han fracasado tantas veces los intentos democráticos en América latina. Porque las democracias que comenzaban a alborear luego de las dictaduras respetaban la libertad política pero rechazaban la libertad económica, lo que, inevitablemente, producía más pobreza, ineficiencia y corrupción, o porque se instalaban gobiernos autoritarios, convencidos de que sólo un régimen de mano dura y represora podía garantizar el funcionamiento del mercado libre. Esta es una peligrosa falacia. Nunca ha sido así y por eso todas las dictaduras latinoamericanas desarrollistas fracasaron, porque no hay economía libre que funcione sin un sistema judicial independiente y eficiente, ni reformas que tengan éxito si se emprenden sin la fiscalización y la crítica que sólo la democracia permite. Quienes creían que el general Pinochet era la excepción a la regla, porque su régimen obtuvo algunos éxitos económicos, descubren ahora, con las revelaciones sobre sus asesinados y torturados, cuentas secretas y sus millones de dólares en el extranjero, que el dictador chileno era, igual que todos sus congéneres latinoamericanos, un asesino y un ladrón.

Democracia política y mercados libres son dos fundamentos capitales de una postura liberal. Pero, formuladas así, estas dos expresiones tienen algo de abstracto y algebraico, que las deshumaniza y aleja de la experiencia de las gentes comunes y corrientes. El liberalismo es más, mucho más que eso. Básicamente, es tolerancia y respeto a los demás y, principalmente, a quien piensa distinto de nosotros, practica otras costumbres y adora otro dios o es un incrédulo. Aceptar esa coexistencia con el que es distinto ha sido el paso más extraordinario dado por los seres humanos en el camino de la civilización, una actitud o disposición que precedió a la democracia y la hizo posible y contribuyó más que ningún descubrimiento científico o sistema filosófico a atenuar la violencia y el instinto de dominio y de muerte en las relaciones humanas. Y lo que despertó esa desconfianza natural hacia el poder, hacia todos los poderes, que es en los liberales algo así como nuestra segunda naturaleza.

No se puede prescindir del poder, claro está, salvo en las hermosas utopías de los anarquistas. Pero sí se puede frenarlo y contrapesarlo para que no se exceda, usurpe funciones que no le competen y arrolle al individuo, ese personaje al que los liberales consideramos la piedra miliar de la sociedad y cuyos derechos deben ser respetados y garantizados porque, si ellos se ven vulnerados, inevitablemente se desencadena una serie multiplicada y creciente de abusos que, como las ondas concéntricas, arrasan con la idea misma de la justicia social.

[...] El colectivismo, inevitable en los primeros tiempos de la historia, cuando el individuo era sólo una parte de la tribu, que dependía del todo social para sobrevivir, fue declinando a medida que el progreso material e intelectual permitían al hombre dominar la naturaleza, vencer el miedo al trueno, a la fiera, a lo desconocido, y al otro, al que tenía otro color de piel, otra lengua y otras costumbres. [...] En cada época, esa tara atávica, el colectivismo, asoma su horrible cara y amenaza con destruir la civilización y retrocedernos a la barbarie. Ayer se llamó fascismo y comunismo, hoy se llama nacionalismo y fundamentalismo religioso. [...]

Aunque la palabra liberal sigue siendo todavía una mala palabra de la que todo latinoamericano políticamente correcto tiene la obligación de abominar, lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, ideas y actitudes básicamente liberales han comenzado también a contaminar tanto a la derecha como a la izquierda en el continente de las ilusiones perdidas. [...] Y hay casos interesantes y alentadores, como el de Lula quien, antes de ser elegido presidente, predicaba una doctrina populista, el nacionalismo económico y la hostilidad tradicional de la izquierda hacia el mercado y es, ahora, un practicante de la disciplina fiscal, un promotor de las inversiones extranjeras, de la empresa privada y de la globalización [...]. En la Argentina, aunque con una retórica más encendida y llena a veces de bravatas, el presidente Kirchner está siguiendo sus pasos, afortunadamente, aunque a veces parezca hacerlo a regañadientes y dé algún tropezón. [...] Son síntomas positivos de una cierta modernización de una izquierda que, sin reconocerlo, va admitiendo que el camino del progreso económico y de la justicia social pasa por la democracia y por el mercado, como hemos sostenido los liberales siempre, predicando en el vacío durante tanto tiempo. Si en los hechos, la izquierda latinoamericana comienza a hacer en la práctica una política liberal, aunque la disfrace con una retórica que la niega, en buena hora: es un paso adelante y significa que hay esperanzas de que América latina deje por fin atrás el lastre del subdesarrollo y de las dictaduras. Es un progreso, como lo es la aparición de una derecha civilizada que ya no piense que la solución de los problemas está en tocar las puertas de los cuarteles, sino en aceptar el sufragio, las instituciones democráticas y hacerlas funcionar.

Otro síntoma positivo, en el panorama tan cargado de sombras de la América latina de nuestros días es el hecho de que el viejo sentimiento antinorteamericano que alentaba en el continente ha disminuido considerablemente. [...] El liberal que les habla se ha visto con frecuencia en los últimos años enfrascado en polémicas, defendiendo una imagen real de los Estados Unidos que la pasión y los prejuicios políticos deforman a veces hasta la caricatura. El problema que tenemos quienes intentamos combatir estos estereotipos es que ningún país produce tantos materiales artísticos e intelectuales antiestadounidenses como el propio Estados Unidos -el país natal, no lo olvidemos, de Michael Moore, Oliver Stone y Noam Chomsky-, al extremo de que a veces uno se pregunta si el antinorteamericanismo no será uno de esos astutos productos de exportación, manufacturados por la CIA, de que el imperialismo se vale para tener ideológicamente manipuladas a las muchedumbres tercermundistas. Antes, el antiamericanismo era popular sobre todo en América latina, pero ahora ocurre más en ciertos países europeos, sobre todo aquellos que se aferran a un pasado que se fue, y se resisten a aceptar la globalización y la interdependencia de las naciones en un mundo en el que las fronteras, antes sólidas e inexpugnables, se van volviendo porosas y desvaneciendo poco a poco. Desde luego, no todo lo que ocurre en Estados Unidos me gusta, ni mucho menos. Por ejemplo, lamento que todavía haya muchos estados donde se aplica esa aberración que es la pena de muerte y un buen número de cosas más, como que, en la lucha contra las drogas, se privilegie la represión sobre la persuasión, pese a las lecciones de la llamada ley seca (The Prohibition). Pero, hechas las sumas y las restas, creo que, entre las democracias del mundo, la de Estados Unidos es la más abierta y funcional, la que tiene mayor capacidad autocrítica y la que, por eso mismo, se renueva y actualiza más rápido en función de los desafíos y las necesidades de la cambiante circunstancia histórica. Es una democracia en la que yo admiro sobre todo aquello que el profesor Samuel Huntington teme: esa formidable mezcolanza de razas, culturas, tradiciones, costumbres, que aquí consiguen convivir sin entrematarse, gracias a esa igualdad ante la ley y a la flexibilidad del sistema para dar cabida en su seno a la diversidad, dentro del denominador común del respeto a la ley y a los otros.

[...] Esto es algo de lo que puedo testimoniar casi en primera persona. Mis padres, cuando ya habían dejado de ser jóvenes, fueron dos de esos millones de latinoamericanos que, buscando las oportunidades que no les ofrecía su país, emigraron a los Estados Unidos. Durante cerca de veinticinco años vivieron en Los Angeles, ganándose la vida con sus manos, algo que no habían tenido que hacer nunca en Perú. Mi madre trabajó muchos años como obrera, en una fábrica textil llena de mexicanos y centroamericanos, entre los que hizo excelentes amigos. Cuando mi padre falleció, yo creí que ella volvería a Perú, como yo se lo pedía. Pero, por el contrario, decidió quedarse aquí, viviendo sola e incluso pidió y obtuvo la nacionalidad estadounidense, algo que mi padre nunca quiso hacer. Más tarde, cuando ya los achaques de la vejez la hicieron retornar a su tierra natal, siempre recordó con orgullo y gratitud a Estados Unidos, su segunda patria. Para ella nunca hubo incompatibilidad alguna, ni el menor conflicto de lealtades, entre sentirse peruana y norteamericana.

Quizás este recuerdo sea algo más que una evocación filial. Quizás podamos ver en este ejemplo un anticipo del futuro. Soñemos, como hacen los novelistas: un mundo desembarazado de fanáticos, terroristas, dictadores; un mundo de culturas, razas, credos y tradiciones diferentes, coexistiendo en paz gracias a la cultura de la libertad, en el que las fronteras hayan dejado de serlo y se hayan vuelto puentes, que los hombres y mujeres puedan cruzar y descruzar en pos de sus anhelos y sin más obstáculos que su soberana voluntad.

Entonces, casi no será necesario hablar de libertad porque ésta será el aire que respiremos y porque todos seremos verdaderamente libres. El ideal de Ludwig von Mises, una cultura planetaria signada por el respeto a la ley y a los derechos humanos se habrá hecho realidad.

Fuente: http://www.eldiarioexterior.com/el-liberal-que-yo-trato-5280.htm

martes, 5 de octubre de 2010

Liberalismo y cooperación

Javier Paz García
Mucho se critica al liberalismo con el argumento que promueve el egoísmo y limita o elimina la cooperación entre los seres humanos. Nada más falso. El liberalismo se basa en la cooperación de hombres libres.
En La Riqueza de las Naciones (1776), el filósofo escocés Adam Smith explica como la división y la especialización del trabajo, aumenta la productividad y permite que todos, mediante el comercio disfruten de una mayor cantidad de bienes de los que pudieran proveerse por sí mismos. Es decir, la sociedad está mejor servida si unos se especializan en hacer pan y solo producen pan, otros se especializan en hacer ropa y solo producen ropa y luego intercambian sus productos entre sí. Por el contrario, sin división del trabajo ni comercio (es decir, sin cooperación), cada quien tiene que producir su propio pan y su propia ropa, con lo cual disminuye la eficiencia y la productividad. Smith mostró cómo se puede lograr el bien social a través de la búsqueda del propio interés.
Para demostrar estos principios solo hace falta notar que los objetos personales que poseemos como ser anteojos, celulares, computadoras, zapatos, pantalones, libros, muebles, lámparas, etc. no han sido hechos por uno mismo. De hecho las cosas que nos rodean han sido fabricadas por miles de personas en todo el mundo. Esto es un ejemplo de cooperación a nivel mundial. De hecho, la globalización – que ha elevado la productividad y ha mejorado los niveles de vida de millones de habitantes – no es más que la aplicación de los principios de Smith.
Por ello el liberalismo promueve y defiende el libre mercado a nivel global. Las medidas proteccionistas reducen los beneficios de la división y especialización del trabajo, reduciendo así la capacidad de consumo. Pero el comercio no solo es una forma de cooperación, sino que también promueve la paz. Los Estados con fuertes lazos comerciales son menos proclives a entrar en un conflicto bélico mutuo.
Además un sistema liberal estimula la cooperación en niveles más locales y personales. Son innumerables los ejemplos de sociedades libres, donde los ciudadanos sin coerción ni participación del Estado han creado cooperativas de ahorro y crédito, de servicios públicos, escuelas y universidades, entidades de beneficencia, y una serie de instituciones privadas de ayuda mutua. La misma empresa privada solo es posible mediante la cooperación de sus miembros. El incontrastable hecho de que la empresa privada es más eficiente que el Estado, y que los Estados con tendencias liberales son más eficientes que los Estados con tendencias socialistas es una prueba más que la cooperación entre los miembros de la sociedad es proporcional al grado de libertad que gocen.
Santa Cruz de la Sierra, 25/09/10
http://javierpaz01.blogspot.com