Javier Paz García
Voy a decir que tenía trece años para ubicar la historia en el tiempo, pero la fecha exacta escapa a mi memoria. El lugar del suceso es uno de los parajes más hermosos que mis ojos hayan visto: la laguna Suárez en Guarayos. Era éste un lugar habitual de vacaciones para nuestra familia, y no era, por lo tanto la primera vez que yo iba. Sin embargo en esta ocasión alguien había llevado un par de ski acuáticos, los cuales eran la sensación del momento. Como sucede en la mayoría de los casos, los mayores eran los únicos privilegiados con el juguete nuevo, pero un primo mío, un par de años mayor que yo, no dejaba de insistir en el derecho de ser partícipe de tal diversión. Yo al verlo pensaba para mí que nunca nos iban a dejar ‘skiar’ a nosotros los pelaus y que incluso si nos dejaban, seguramente tal deporte era difícil y no íbamos a poder hacerlo; en fin, este era un juego para ‘los grandes’, y nosotros tendríamos que limitarnos a adoptar el rol de mirones y ayucos.
Al mediar la tarde y después de que los viejos se cansaron de skiar (o de intentarlo según la persona), le dieron la oportunidad al más insistente y fregonazo de los sobrinos. Él no consiguió pararse en su primer intento, pero luego de ensayar un par de veces más, pudo dominar los ski sin dificultad. Así les llegó el turno a cada uno de los pelaus, hasta que me tocó a mí. Yo tampoco triunfé la primera vez, pero eventualmente lo logré. Todo lo que necesitaba para poder ‘skiar’ era intentarlo, y sin embargo me había cerrado a priori a tal idea con argumentos falaces y derrotistas que yo mismo, sin ayuda de nadie había conjurado y creído.
Éste fue un hecho pivotante en el desarrollo de mi personalidad ya que comprendí que muchas veces el mayor obstáculo para alcanzar las metas – o mejor dicho, para ponerse las metas – está en la mente de uno mismo. Posteriormente otras vivencias fortalecieron tal conclusión. Yo tuve la oportunidad y la dicha de estudiar en otro país, hacer paracaidismo, buceo, viajar por media Europa y escribir estas líneas, entre otras cosas, gracias parcialmente a aquel hecho acaecido cuando tenía quizás trece años. Lo comparto ahora para animar a otros jóvenes como yo a no tener miedo, a aspirar alto, a soñar.
Franklin Roosevelt decía que “no hay nada que temer más que al mismísimo miedo”; el miedo al fracaso, al ridículo, a los convencionalismos, el miedo a nosotros mismos.
Dominemos esos miedos y animémonos a creer en nosotros mismos; creámonos capaces y merecedores del éxito y la felicidad; creamos que podemos cambiarnos a nosotros mismos y que podemos cambiar el mundo; creamos que el cielo es el límite porque nunca llegaremos más allá del límite que nosotros mismos nos impongamos.
Yo no sé cuál será mi destino: si voy a morir mañana o voy a vivir cien años, si me rodeará la riqueza o la miseria, la abundancia o la necesidad, el amor o la desdicha, la paz o el tormento, pero decido creer que la moneda caerá del lado de la fortuna y voy a luchar porque así sea.
El más grande optimismo no nos asegura el éxito y la felicidad, pero el derrotismo nos garantiza el fracaso y la desdicha.
Fayetteville, 21/08/06.
El Deber, 31/08/06.
miércoles, 18 de octubre de 2006
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1 comentario:
Suas linhas tem tanta sensibilidade e delicadeza.Suas palavras sao colocadas de uma maneira tao propria e clara que provocam sentimentos e pensamentos a medida que meus olhos acompanham o decorrer do texto.A fe em voce mesmo eh a segunda mais importante, antes dela temos que crer em algo maior e mais poderoso que nos. Esta coisa maior e mais poderosa pode se chamar tanto Deus como Buda, mas eh imprescindivel cremos nela. Somos faliveis e temos que buscar forcas em algo para levantar-nos quando somos jogados no chao.Muito bom descobrir este blog!
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