viernes, 12 de junio de 2020

Los herederos de Marx y los intelectuales del adjetivo

Javier Paz García

Discrepar es parte inevitable de vivir en una sociedad. En las sociedades totalitarias, el riesgo de cárcel o de perder la vida acallan los debates, pero no la libertad de conciencia. En las sociedades libres, el debate es amplio y entre personas cultas el debate gira en torno a las ideas. Separar a las ideas de las personas es un triunfo de la inteligencia humana y es un signo de civilidad y cultura, aunque como ya lo sabían los sofistas en la antigua Grecia y lo saben los políticos ahora, enfocarse en los argumentos no siempre es la mejor forma de ganar el favor de la opinión pública y a veces, especialmente cuando los argumentos son débiles, reditúa más enfocarse en atacar a la persona. En lógica, esto se llama la falacia ad hominem, que consiste en desacreditar a la persona y luego inferir que, porque tal persona lo dijo, debe ser falso. Por ejemplo, si Satanás dice que 2+2 es 4 un argumento ad hominem sería decir que Satanás es malo, el príncipe de las tinieblas y por tanto lo que él dice es mentira, por lo que 2+2 no es 4.

Insultar no es argumentar, pero eso no significa que no sea un recurso frecuente incluso de personas inteligentes como Karl Marx, cuyo espíritu visceral no podía evitar mezclar sentimientos, ideas y personas. Por ejemplo, aplicar el epíteto de burgués a algo le era suficiente para descalificarlo y así podía condenar la “libertad burguesa”. Marx llama a Proudhon “filisteo” que “no tiene suficiente valor ni suficientes luces para elevarse sobre el horizonte burgués”; a Bakunin “Tocino rancio” y “enorme masa de carne y grasa, gentuza paneslava, charlatán, ignorante, saltibanqui capaz de cualquier infamia”, mostrando alguno de sus prejuicios raciales; la obra de Bruno Bauer es un “monótono chismorreo, semejante a boñigas de vaca aplastadas”; Willich es un “borrico cuatricornudo”; Lasalle un “judezno negroide”; su yerno Lafargue un “descendiente de un gorila”, Frei “conciencia meada de caniche” y Bastiat “un economista pigmeo”.[i] Sus discípulos, entre quienes destacan Lenin, Stalin, Fidel, Che Guevara, Chávez, aunque con menores habilidades retóricas, siguieron sus pasos y establecieron una larga tradición del insulto y la descalificación.

Dicha tradición se mantiene intacta en la intelligentsia progresista, lista para lanzar su artillería de adjetivos a quienes discrepen de sus recetas para el bien común, más aún si ese “bien común” pasa por favorecer sus intereses. Tomo como ejemplo, la eliminación del ministerio de cultura de Bolivia y la reacción de la escritora Liliana Colanzi quien en su Facebook ha comparado dicha medida a una “…nueva manera de censurar y acallar las voces que podrían ser críticas… una acción tan fascista como quemar libros en la plaza.” Más allá del predilecto recurso socialista de llamar fascismo a lo que se les opone (un análisis serio muestra que el fascismo y el socialismo tienen más semejanzas que diferencias), sus palabras evidencian su desconocimiento de la diferencia entre derechos positivos y negativos: que el Estado decida no subvencionar a tal o cual escritor o artista es substancialmente diferente a acallarlo, amenazarlo, prohibir sus obras y quemar sus libros, como hacen los regímenes totalitarios.

En otra entrada nos informa que le “da hueva explicar una y otra vez a una élite burda y chota que tiene casas lujosas y ni un solo estante chiquito de libros para qué sirve la cultura. Es la misma gente que después consume y copia todos los productos culturales, los discursos y la ideología de otros países que sí tienen políticas culturales (incluyendo países muy capitalistas y neoliberales como EE.UU.). Es la gente que quiere que sigamos siendo colonia.”

Supongo que “hueva” significa flojera o hastío. Como Marx, Liliana recurre al insulto y con eso evita la argumentación, más allá de la ironía de haberse criado en una de las más grandes mansiones de Santa Cruz (con lo cual yo no tengo ningún inconveniente), más allá de la ironía de promover el chauvinismo y criticar ideologías foráneas cuando todas sus ideas pueden rastrearse al viejo continente (las ideas se evalúan por sí mismas y su validez, no su procedencia), Liliana comete un serio error conceptual al equiparar la cultura con el gasto del Estado en cultura. La cultura no muere porque el Estado reduzca sus subvenciones. La cultura está en nuestra gastronomía, nuestras costumbres y modales (modales que muchos defensores de la cultura adolecen a la hora de defenderla), en la forma en que hablamos, que difiere de región a región, en nuestra arquitectura y por supuesto, también en la producción literaria, plástica y musical, la cual no se va a acabar. Insinuar que eliminar el ministerio de culturas nos lleva a que sigamos siendo colonia (no sabía que lo éramos y me gustaría saber qué entiende por tal) es una aberración semejante a su anterior aseveración de que la reducción del gasto equivale a censura o fascismo. En todo caso, que el Estado dirija la cultura de un país, sí me parece colonialismo.

Liliana incurre en un ataque ad hominem al llamar élite burda y chota que no lee, con lo cual implícitamente, ella se eleva a sí misma al rango de los elegidos, de los no burdos, no chotos que sí leen y que por tanto tienen la sabiduría y el derecho de decidir qué es lo mejor para el resto de nosotros. Yo no pongo en duda la inteligencia de Liliana Colanzi, como tampoco pongo en duda el genio de Platón y del mismo Marx, pero eso no quiere decir que tengan razón en todo. La República ideal de Platón es un Estado totalitario que controla la cultura, decide las uniones entre parejas y quita a los niños de sus madres, para ser educados por el Estado y nadie sepa quién es el hijo de quién. Marx ideó un Estado no menos pavoroso, donde “el terrorismo revolucionario acelera el parto del Hombre Nuevo”. Estos señores eran más inteligentes y leídos que la mayoría de nosotros y no por eso debemos consentir a sus ideas.  

Liliana quiere que el Estado quite parte del trabajo de la gente, a través de impuestos y lo destine a gasto en cultura, es decir a subvencionar a algunos colegas y amigos suyos, pero “le da hueva explicar” a los contribuyentes (todos nosotros) sobre su uso. Y quienes nos oponemos al gasto del Estado en cultura, no lo hacemos porque estemos en contra de la cultura, sino porque estamos en contra del Estado. Más allá del despilfarro y corrupción que conlleva el dar más recursos a burócratas, no existe régimen totalitario que no pretenda controlar la educación y la cultura (incluido el régimen de Evo Morales), con lo cual deberíamos ser escépticos de querer darle esa potestad al Estado. Y si reconocemos que en una sociedad libre cada persona es soberana en sus asuntos (algo que los socialistas no reconocen), entonces deberíamos dejar que sean los individuos quienes libre y voluntariamente gasten en las actividades que Liliana entiende como cultura. Para hacer más palpable estas dificultades, podemos ponernos de ejemplo y decir, que, dadas las posturas del progresismo socialista de Liliana a mí no me gustaría que me quiten parte de mi salario para que ella decida qué gastos de cultura hacer por el bien del país. Análogamente, supongo, que, dada mi postura liberal, a ella no le gustaría darme su plata, para que yo decida qué gasto de cultura hacer por el bien del país. Yo no le pido que me dé su dinero, ni la llamo fascista por no hacerlo, ni exijo que el Estado me publique o haga de mis escritos lectura obligatoria, ni sustento la idea de que una superioridad intelectual da derecho a alguien a decidir sobre la vida y la hacienda de otros. Un impuesto es una contribución obligatoria que hacemos los ciudadanos en virtud del poder coercitivo del Estado. Argumentar la necesidad del gasto en cultura es admitir que queremos que mediante la fuerza y la coerción se destinen recursos para cosas que los ciudadanos no estarían dispuestos a incurrir por voluntad propia.  

Estos son algunos argumentos de alguien que no vive en una mansión, que tiene una biblioteca que, aunque pequeña, tiene más de un estante, y que cree que la buena cultura no necesita ser defendida con falacias, con insultos (como los que sin duda me llegarán por parte de los paladines de la cultura y la buena educación), ni por la coerción del Estado.

Santa Cruz de la Sierra, 12/06/20

http://javierpaz01.blogspot.com/

 



[i] El interesado en las fuentes puede consultar Los Enemigos del Comercio - Tomo II de Antonio Escohotado.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buen articulo Javier