Javier
Paz García
Ver
crecer a los hijos tiene un sabor agridulce… Por un lado, es maravilloso seguir
su proceso de aprendizaje, disfrutar de sus primeras sonrisas, sus primeras
vueltas en la cama, la transición desde arrastrarse a gatear, hasta caminar,
desde sus llantos y balbuceos hasta sus primeras palabras. La inocencia de los
niños, de alguna manera inexplicable, saca lo mejor en nosotros y nos
convierte, aunque sea momentáneamente, en mejores personas. Tristemente ellos,
al igual que nosotros, con el tiempo irán perdiendo esa mágica inocencia. Por
ello su crecimiento nos trae el sentimiento amargo de que algún día van a
exigir su independencia, incluso convertirán a sus padres en objeto de su
rechazo e ineludiblemente nos abandonarán para seguir sus propios caminos.
Hace
poco participé como voluntario en una campaña de concienciación sobre el síndrome
de Down y tuve la oportunidad de conocer a 3 jóvenes con el síndrome. Ellos,
como cualquier persona, tienen sus preferencias y singularidades: a uno le
gustaba cocinar y hacer panes, otro era (como yo) amante de las hamacas y un
tercero era un devoto católico. Cada uno tenía sus propios gustos musicales,
sus programas de televisión favoritos, sus actividades cotidianas. Sin embargo
tenían en común el amor que daban y recibían de sus familias: eran personas muy
cariñosas con sus padres y hermanos, cariño que era recíproco. Una de las mamás
me dijo por ejemplo que cuando alguien de la familia llegaba a la casa, lo
primero que hacía era preguntar por David (así se llama el joven), y que de
cierta manera la vida familiar giraba en torno a él. Estos jóvenes tenían
también en común cierta inocencia, propia de un niño, que por un lado irradia
felicidad a quienes los rodean y nos convierten en personas más pacientes, más
tolerantes, más sabias.
Santa Cruz de la Sierra, 23/05/15
http://javierpaz01.blogspot.com/
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