Javier Paz García
Los calcetines son uno de los sujetos más elusivos de este planeta. Digo sujetos y no objetos porque estos animalitos verdaderamente tienen vida y voluntad… y finalidad. Sería lógico pensar que esta finalidad es la de ser calzados por su dueño. No falta, sin embargo, el calcetín aventurero, aquél que no se conforma con pasar de un cajón oscuro al pie de alguien que debería bañarse aunque sea una vez al día, posteriormente ir a un cesto cuyos ilustres inquilinos son un par de calzoncillos curtidos, un pantalón roto y algunas camisas sudadas, para finalmente terminar – después de una lavada – en el mismo cajón oscuro donde comenzó. Y una vez allí repetir el ineludible ciclo.
Seguramente para la mayoría de los calcetines este destino es llevadero y hasta cargado de cierto grado de emoción: el roce ocasional con una media femenina, el choque con un calcetín enemigo en algún partido de fútbol, etc. No obstante, como en toda sociedad, existe aunque sea un calcetín diferente a los demás, un calcetín que rechaza tal rutina, cuya monotonía halla insoportable. Comprende que su destino es perderse por el mundo, donde ni su dueño ni su par puedan encontrarlo. Lo curioso es que nunca se extravía un par completo de calcetines, es inexorablemente uno y sólo un calcetín el que desaparece, dejando atrás al otro para hacer evidentísima su ausencia y su existencia. Y así por así, se va, a vagar ¡quién sabe adónde!, en busca de su destino, casi siempre para no volver jamás.
Queda tras éste el otro, el que no se animó y que por lo tanto esta sentenciado a pasar sus días solo, en el cajón oscuro, sin siquiera la esperanza de salir alguna vez a pasear con su amo. También abandona a un dueño sumido en la más inmensa perplejidad, porque éste puede dejar su billetera, sus llaves y chamarra regadas en todas partes, pero nunca las pierde, pero cuyo calcetín que nunca se lo saca ni en casa ajena, ni en la calle, ni en el trabajo ni en ninguna parte que no sea su propia casa, desaparece inexplicablemente (e inexplicablemente solo, porque como ya lo dije, nunca desaparece un par completo de calcetines, es siempre uno).
Es así como poco a poco en el cajón oscuro se forma el grupo de los impares, aquellos calcetines que están en mejor estado que el resto por falta de uso, pero cuya condición de únicos los hace inservibles. Permanecen ahí, en el más remoto rincón, donde menos estorben. Seguramente alardean su buen estado y arguyen que son más felices sin la inconveniencia de ser usados y envejecer, pero yo se que en el fondo envidian a la pareja aventurera que los abandonó y que hoy vaga por el mundo, tal vez por París, tal vez por Samaipata. El dueño por su parte mantiene a su ejército de calcetines impares con la vana esperanza de ir encontrando las yuntas que según él, tienen que estar en alguna parte de la casa.
Fayetteville, 02/11/06.
El Deber, 13/11/06.
jueves, 2 de noviembre de 2006
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
1 comentario:
Javier... Es cierto todo lo que pones sobre los calcetines... No supe si sonreir o llorar por todos aquellos calcetines que se quedaron solos en mi cajon... y que como tu dices se fueron conmigo de USA a Bolivia, de Bolivia a Alemania, para regresar a Bolivia y ser el juguete preferido de Babushka y Boccaccio (mis perros)... Al menos junte a los impares en una pelota de unos 10 cm de diametro, y les di el oficio no de calzar a la ama sino de compartir con los hijos de la ama... Te mando besos!!!
Publicar un comentario